APRENDIENDO

        Decía la escritora cubana Dulce María Loynaz que desde que nacemos estamos amando y perdiendo algo, que vivir es –precisamente– aprender a perder.  Llegamos vírgenes e ignorantes al mundo, libres de pasión y afectos; asomamos la cabeza por el útero materno desconociendo que ya desde ese momento estamos dejando algo atrás, la soledad tranquila de nuestro líquido amniótico, la seguridad de un búnker de piel y sangre. Pero es sólo el principio.

        Se van perdiendo demasiadas cosas a lo largo de la vida. Se nos va la juventud, las horas buenas, los amores y la vitalidad; perdemos seres queridos, tiempos de noviazgo e incluso libertades. Volveremos a conquistar algunas de esas cosas, pero nunca serán las mismas: la salud será siempre incompleta y los nuevos amores cansados. Cumplir años es ensanchar el agujero del saco que cargamos sobre los hombros, todo se va colando por él sin que nos demos cuenta. A nuestras espaldas, las defecaciones que de la vida tragada hemos ido digiriendo; por delante, ese peso muerto que es la pérdida y que nadie nos ha enseñado a gestionar. Nos lastra y nos retiene el paso y, sin embargo, jodidos, tenemos que seguir viviendo para aprender. ¿Aprender qué, cuánto, hasta dónde?

        No hay escuelas, no hay centros de formación ni aulas a las que acudir en busca de pautas con que afrontar las frustraciones, las muertes o lo que se nos vaya quitando. No hay nadie que nos enseñe a administrar esa vida llena de derrotas. Sí, derrotas, porque saber que la vida es un camino lleno de trampas es llevar parte del trabajo adelantado; esquivar un hoyo es meter el pie en el siguiente.

          Somos, por lo general, confiados y casi ilusos. Pensamos que asumiremos los fracasos con entereza o que la tragedia apenas si nos rozará; incluso, a veces, pecamos de un burdo exceso de optimismo creyendo que ni la muerte, que ni una enfermedad nos comerá el terreno. Que ni los cariños que en un momento dado corretean a nuestro lado nos darán jamás la espalda. Pero sí, la vida es puta e ingrata. Desconsiderada. Nos quiebra de repente con varapalos que no merecemos y para los que no estamos preparados; nos quita la base sobre la que caminábamos confiados y pone a nuestros pies tablas nuevas que pisar. ¿Será esa madera recién barnizada –con clavos y astillas renovados, eso siempre– sobre la que tengamos que aprender a mantener nuevos equilibrios? Posiblemente, pero no hay quién tenga la certeza. A veces, ni siquiera somos conscientes de la pérdida. Nos lamentamos por aquello que dejó de servirnos y no reparamos en la trascendencia que tiene, por ejemplo, perder la inocencia o dejar escapar una ilusión. Lloramos equivocadamente, en exceso unas veces, por defecto otras. Siempre errando el tiro, la escopeta llena de cartuchos y los dedos temblorosos… Y siendo incapaces de distinguir qué es pérdida o qué ausencia temporal, ¿cómo dar atinadamente con la forma de actuar? Ni a mil universidades que fuera uno sabría qué hacer frente a la derrota o la pena que significa casi toda pérdida.

            Pero quizá sea bueno no tener nunca a mano la herramienta necesaria. Ese rebuscarnos en las entrañas hasta encontrar una respuesta a la desgracia será el aprendizaje más completo. Porque cada asunto que se nos quiebra requiere de un tratamiento diferente, de una soldadura con nuevos materiales cada vez. La inseguridad, como síntoma más reconocible de la pérdida, es también el revulsivo que nos dará nuestra propia talla, si valientes para vivir apartando la broza a machetazos, si acobardados escondidos en los matorrales del camino.

            Estaba en lo cierto Loynaz. Ella, en su longeva vida de casi 95 años, tuvo también que afrontar sus tragedias y sobreponerse a ellas. Vivir es aprender a perder. Y a llorar. Y a subirse en nuevos trenes. Y a reírse de nuevo a carcajadas. Vivir es no saber nunca con qué pie empezar el movimiento por las mañanas.

FELIZ DOMINGO

CONTEXTO Y SIGNIFICADO

      El significado de las palabras no lo determina el diccionario, o no del todo. Su valor y trascendencia real, su peso muerto, se los pone la boca que las interioriza mientras las habla. Pero sobre todo, el contexto y el lugar en las que se pronuncian.

      Aquí, en nuestro entorno más inmediato, la expresión ‘formación de gobierno’ arrastra un conjunto de significados que la enmarcan más o menos dentro de una significación política. De alguna forma imprecisa ― cada vez más ― también nos atañe a nosotros, la ciudadanía, como en cualquier país con una democracia medianamente decorosa. Para unos, la formación de un gobierno es aquello que, en aras del bien común, tiene como objeto legitimizar el liderazgo y la dirección del estado. En la práctica, para otros, no es otra cosa que la entronización de un figurante al que etiquetar como presidente, el reparto de ministerios al tuntún y el dejar convertido al otro en guiñapo de la oposición. El punto de vista depende del lado de la corrección política en el que se encuentre uno.

      Formación de gobierno. Eso que en los últimos meses nos hemos hartado de oír, que ni con pactos de las derechas, ni de las izquierdas, ni transversalidades, ni minorías agrupadas. Eso a lo que no se ha llegado y que, sin embargo, su ausencia no ha impedido retomar nuestras vidas en el mismo punto indefinido en el que se encontraban antes de que acudiéramos a votar. Unos esperando novedades, otros resignados a la misma triste grisura. En cualquier caso y para la inmensa mayoría, creo, un tema menor y de significado relativo, aun a pesar de  los medios  informativos y las tertulias de plató, aun a pesar de los mercados y la madre Europa. Ese es nuestro contexto: un teatrillo con personajes de trapo que se han ido transmutando en espantajos deshilachados. Y sin que se nos altere el pulso ni nuestro día a día.

      Pero hay sitios en los que esa misma expresión tiene una amplitud sonora que reverbera y promete cosas bien distintas. Lugares en los que no hay guiñoles ni marionetas que puedan representar la función de un desgobierno y en donde poco importa la fotografía. Allí, cada hora sin acuerdo entre las partes es sinónimo de atrocidad y miseria, porque es la vida lo que está en juego: la  muerte es barata y se vende en cada esquina.

      En Sudán del Sur, la expresión ‘formación de gobierno’ tiene ahora mismo unos matices que aquí no alcanzamos a comprender. Será que nos queda lejos, en un lugar impreciso de la periferia de nuestra encorsetada occidentalidad; será por un contexto que ni en nuestras peores pesadillas.

    En Sudán del Sur, un conflicto entre etnias que derivó en guerra civil ha acabado convirtiendo en infierno lo que era ya un pozo de hambruna y miseria. Durante los últimos años ha habido más de dos millones de desplazados y han muerto cientos de miles de civiles. En algunas zonas del país las mujeres han sido violadas sistemáticamente. Unas veces, como parte del salario de los milicianos afines a uno de los bandos, otras, como parte de la mecánica habitual de asolamiento de aldeas: el paso previo al correspondiente incendio de las viviendas. Se viola, se asesina y se destruye todo con la misma facilidad con la que las moscas se posan después sobre los cadáveres.

      En Sudán del Sur se han arrasado campos de cultivos con la única intención de matar de hambre y obligar al éxodo, a la derrota. Hay informes de la ONU con testimonios fiables que hablan de niños colgados de árboles o quemados vivos, de discapacitados asfixiados en contenedores. Otros con más suerte, los vivos, algunos con apenas diez años, huyen sin más compañía que su miedo. A la búsqueda de un país que los asile o de algún campo de refugiados en donde poder cobijarse.

      En Sudán del Sur, los habitantes llevan casi tres años a la espera de una negociación entre los representantes de las dos etnias en conflicto. De ello dependerá el fin de las muertes y del horror. Pero ocupados en poner a salvo la poca vida que aún les quede, sin televisores frente a los que esperar noticias ni medios que comuniquen nada, los sursudaneses puede que no se hayan enterado aún de que ya ha habido un principio de acuerdo entre los dinka y los nuer. Desde finales del pasado mes de abril, la muerte ha quedado allí en suspenso. Ha habido formación de gobierno.

      En Sudán del Sur el significado de las palabras tiene un peso específico distinto y, posiblemente, no haya diccionarios en donde consultar su trascendencia. Tienen, como nosotros, el contexto. Su contexto.

Feliz domingo

ALGUNOS CUERPOS FRÁGILES

          Creo que las capacidades que una persona tiene para reaccionar correctamente frente a algún tipo de vejación, un agravio o un insulto, son consecuencia directa de su madurez. Principalmente de la emocional, pero también de la física. Porque es en la respuesta a esa ofensa en donde quedan reflejadas la educación y la compostura, en donde subyacen la experiencia y las herramientas con que la vida nos ha ido dotando para afrontar los reveses que nos pillan a contrapié.

         A las humillaciones, uno responde con mala leche, con una mordaz ironía capaz de transformar al ofensor en monigote o con la denuncia, llegado el caso. A veces, incluso con la fuerza bruta si es que el tiempo con lo que nos ha equipado ha sido con unos puños de mecha corta. Pero eso: años cumplidos, vida recorrida. El tiempo como elemento indispensable para poder tener una respuesta eficaz y contundente. Para que el desprecio y la afrenta no hagan mella en el cuerpo y nos resbalen con indiferencia.

            Diego tenía once años. Solamente once.

          Se tiró por la ventana de su casa para evitar el sufrimiento, para no tener que ir al colegio. Acudir allí cada mañana, al lugar en donde padecería algún tipo de acoso ― ahora en fase de investigación judicial ―, debía de suponerle un infierno. Su corta edad, su inocencia o su visión de la vida, aun pura quizá, le impidieron encontrar otra alternativa: ‘(…) no hay otra manera para no ir’, dejó escrito.

            Imaginar al niño en el suelo, quieta su vida por voluntad propia, no solo conmueve y estremece, sino que lleva a concluir que como sociedad somos un fracaso; que formamos parte de un sistema agrietado y carcomido en donde faltan soluciones, alternativas a la de la ley del más fuerte. Esta sociedad que es capaz de coserle rápidamente nombres a los problemas ― bullying, lo llaman ―, pero no pierde ni un minuto en acotar el radio de actuación de los acosadores o en cuestionar si es la comunidad educativa la que no sabe afrontar el problema. Este puto sistema que aboca a niños inocentes a empuñar recursos que por edad no les corresponden y a adelantar respuestas para las que la vida aún no los ha preparado. A que utilicen los cortafuegos que la mayoría de adultos tiene, pero ellos aún no.

            Para quien no haya sido objeto durante su infancia de ningún tipo de acoso ―  físico o verbal ―, las palabras ‘gafotas’, ‘gordo’, ‘mariquita’ o ‘empollón’ pueden sonarle a chiquilladas, a bromas de dudoso gusto, pero bromas al fin y al cabo. No lo son. No puede ser tomado como burla inofensiva aquello que hiere y ofende, que condiciona el comportamiento y cambia la actitud de un niño hacia su entorno. No son bromas los insultos que transforman una pequeña vida en un cuerpo frágil. Sí, un niño se puede volver frágil con el hostigamiento diario y con el debilitamiento que supone el no saber afrontarlo. Y es por causa de ese silencio al que él mismo se obliga, por vergüenza o por miedo, por lo que puede incluso llegar a quebrarse.

            Pero no cuestionemos a los niños, ni siquiera a los matones de recreo que, instintiva y cobardemente, se ceban con la presa más fácil, con la que tienen al alcance de su incipiente maldad. Consideremos que todos son víctimas, los acosados de los acosadores, y estos de su entorno, de unos padres quizá carentes de criterio para educar en la igualdad y el respeto, unos progenitores impedidos por la ignorancia a veces, otras, por la indiferencia. Asumamos, por último, nuestra propia responsabilidad, la de cada uno de nosotros como parte de la sociedad que somos, y por tanto, como parte del problema. Porque nos regimos con normas consentidas que premian la fuerza, incluso la crueldad, a veces, y castigan la fragilidad o la escasez de recursos propios; porque hemos conseguido hacer casi hereditario el desprecio al débil o al diferente.

            Me pregunto cuántos Diegos habrá en las aulas de los colegios padeciendo ese bullying malsonante, cuántos niños de diez, once o doce años, cuyo acoso no sepan atajar ni denunciar. La infancia debería ser ese lugar feliz al que un adulto trata de volver reviviéndolo en su recuerdo. Para muchos de esos niños, ese viaje se convertirá en un regreso tortuoso.

            No miremos hacia otro lado ni nos desentendamos del problema.

            No consintamos que haya niños con infancias rotas.

            [Diego González murió en Leganés (Madrid) en octubre de 2015, pero fue el pasado mes de enero cuando se publicó en prensa la carta que dejó escrita antes de suicidarse. Durante semanas, esta historia ha corrido inquieta por mi cabeza sin que pudiera encontrar la manera de darle salida. Hoy, por fin, he hallado la forma y las palabras que ponerle a algo tan triste y desolador. Sirvan estas líneas de opinión como homenaje póstumo a un niño de once años. A Diego González y a todos los Diegos que naufragan en un dolor oscuro e inconfensado].

 

Feliz domingo

YO TAMBIÉN SOY SIRIO

 

            El número de olas que mojan un cuerpo tendido en la arena de una playa cualquiera es directamente proporcional a la cantidad de horas que necesitan unos políticos para hilar dos frases conmovedoras. Que el cuerpo sea el de un niño muerto exiliado y las frases vayan o no acompañadas de acciones es irrelevante. Importa la playa. Importa el paso de las horas. Aquí, en la Europa ordenada y eficaz, todo tiene su orden, sus tiempos y sus políticas consensuadas; a cada problema se le mira con lupa las costuras no vaya a ser que en cualquier puntada mal dada reviente la tela y se desparrame el relleno.

            Y ese relleno imperfecto, inesperado y problemático no es otro que el terrible éxodo al que miles y miles de familias sirias se están viendo forzadas a realizar; la vida que dejó de serlo para ellos, las bombas que les cerraron el presente y los metió en un futuro incierto al que se ven obligados a recurrir. Ellos son el quiste que le ha salido a Europa en el refajo de sus fronteras, ellos, sus hijos muertos y su miseria al hombro, la dignidad que toca a la puerta de un continente perdido en dudas trascendentales acerca de financiaciones y deudas subordinadas, de bancos centrales y recortes generales; y la puerta se ha entreabierto apenas un par de palmos. Mantenerla cerrada sería signo de debilidad, abrirla del todo de una fortaleza que se perdió hace ya tiempo. Es por esa rendija por donde los mandatarios pueden asomarse a husmear, a mirar cómo las playas que antes traían caracolas y restos de resacas marineras hoy orillan muertos bien enfocados, encuadrados en una foto que desluce notablemente la tranquilidad de cualquier playa. Cualquier playa.

            Cuando hace unos meses varios líderes europeos –casi todos- se parapetaron tras una pancarta de letras enormes defendiendo la libertad de expresión con aquello de ‘Yo también soy Charlie Hebdo’, desconocían que tiempo después tendrían que cambiar de pancarta. Una más grande y con letras rojas que defendiera el futuro de quienes huyen de una guerra que no han pedido, de familias que arrastran bultos con una entereza a prueba de metralla, de personas que cruzan un mar sacrificando algún hijo que otro. Quizá cambiar las letras no sea tarea fácil, quizá dar cobijo digno al refugiado requiera de una pintura más cara, de una pancarta tamaño king size que no se encuentre en ningún país miembro… Será que la vida ajena cuesta mucho defender y la foto no compensa el esfuerzo: no hay frases del tipo ‘Yo también soy sirio’ inundando los periódicos ni los telediarios. Por el momento, como medida hecha a vuela pluma, Europa ha transformado las familias sirias en cuotas participativas: a cada estado su porcentaje. Que cada cual se las componga con su parte del problema y aplique la dosis de esa solidaridad cobarde sobrevenida por contagio y no por espontaneidad.

            Las olas, mientras, siguen mojando el cuerpo del niño que ya no está; sus padres, los de todos los niños sirios, tocando a la puerta a la espera de que alguien abra diciendo ‘yo también soy sirio’.

Feliz domingo

BUSCANDO AUTORES…

           Hoy que tengo el cuerpo inquieto y el pulso tenso escribo frente al mar, viendo cómo el horizonte se me pierde y pensando en qué dirán los autores de mi biografía.

            Aún es pronto para que nadie cuente qué me ha hecho la vida, o qué yo a ella, si he merecido los castigos que se me han impuesto o los premios con que algunas veces se me agradeció no sé muy bien qué. Queda vida para enmendar, para asumir, para perdonar y perdonarme, para sorprender, para caer y recaer, para volverse a levantar; hay tiempo suficiente para nuevos tropiezos y más aciertos, para inventarme nuevas metas y arrepentirme del aburrimiento de algunas tardes… Es pronto para todo, incluso para decidir que aún es pronto. Pero sé que algún un día me apetecerá tener un libro entre mis manos cuyo título sea mi nombre y sus autores los demás. Sí, no será una historia bien contada si el relato es parcial: la verdad de una vida no es completa si solo se cuenta desde adentro, si es solo una la voz que hila el argumento. Me gustaría que mi vida la escribieran varias manos, que fueran muchas las memorias que recordasen y encontradas las opiniones; que todo aquel que tuviera una versión de los hechos la pusiera por escrito.

            Cada uno de nosotros somos un poliedro de muchas caras que, en función de las circunstancias y de quién nos mira ofrecemos unas o las contrarias. A veces, intencionadamente, otras sin ser conscientes del cambio de humor, de la salida de tono o de la sonrisa que se amplia sin darnos cuenta de quién nos la provoca. Sólo uno mismo sabrá de los porqués de cada uno de sus pasos. Pero de las pisadas, del tamaño de las huellas en el polvo serán los de alrededor quienes tengan datos objetivos, por comparación o por aproximación. Por la simple observación. Porque la subjetividad es el talón de Aquiles de todo humano cuando habla de sí mismo: o se perdona demasiado o se acusa injustamente. Amigos, familia, amantes, amores y enemigos serán los autores que mejor definan la vida propia, serán esos ojos ajenos los que se ajusten a la descripción de una buena decisión o a la consecuencia de un mal paso. Nunca nosotros mismos, que tenderemos a minimizar el desastre o a magnificar la desgracia; nos dibujaremos como héroes urbanos o como sufridores a tiempo parcial según convenga para el desarrollo de la trama.

                No obstante, no deberíamos cambiar el paso pensando en el qué dirán ni obligarnos a sembrar de rosas el camino que de origen es de tierra: las huellas serán las que serán y las pisadas agradarán o serán molestas en la misma medida que para nosotros las de los demás. Que quien pueda escribir acerca de nuestra vida se ajuste a lo que de nosotros ha observado, para su desgracia o su alegría. Si alguien, para esconder sus pisadas, se empeñara en tejerse caminos de flores, que cuente con que éstas se acabarán secando, que nada es eterno, ni la frescura de unos pétalos ni la memoria de quien descubre verdades ocultas bajo la suela de un zapato. Lo que de nosotros se cuente en el futuro requiere de la sinceridad del que escribe y de la autenticidad de quien lo vivió. A partes iguales y con la dosis justa de compromiso por ambos lados. Lo contado, por lo vivido.

            Abrir un libro y reconocerse en él, que cada capítulo sea una parte de la verdad que de nosotros ha quedado en los demás, leer las consecuencias por un beso que dimos, la pena por el que negamos, sentir que algunos errores nos fueron perdonados y notar entre líneas un afecto ya olvidado, repetir en voz alta que no merecimos cierta confianza o que fuimos inspiración por un rato, recrearse con algunas palabras y pasar de página cuando convenga… Es el precio que yo, por vivir, estaría dispuesto a leer. Incluso aunque descubriera una desconocida versión de mí, rencores aún vivos o descripciones poco favorecedoras que pudieran alterarme la tensión. Prefiero la obra completa a unos pocos fascículos bienintencionados.

            Solo pido dos cosas a quienes en el futuro me vayan a biografiar: que me observen sin juzgar y que no les tiemble el pulso cuando cuenten las verdades, para bien o para mal. Ese que describan seré yo. Para bien y para mal.

Feliz domingo

LA PEQUEÑA VIDA

         Si mañana mismo me dijeran que me quedan cinco años de vida no sé cómo reaccionaría. ¿Qué haría? ¿Cuáles serían mis planes para ese corto futuro que se me presenta por delante?

            La dificultad, creo, no estaría en intentar encuadrar en un lustro media vida sino en asumir que hay una fecha límite, un vencimiento sin prórrogas ni segundas oportunidades. Un encaje de bolillos para hacer de cinco cincuenta, que todo quepa en esos años, quizá los libros que siempre quise escribir y para los que no se encontró la motivación suficiente, los viajes para los que nunca hubo tiempo ni momento para hacer, la vida cómoda y feliz que siempre nos vamos negando. Me replantearía el día a día para dejar de lado el ‘debería hacer’ por el ‘quiero ser’. Y lo sería. Aceptaría ese tiempo como una meta y asumiría que casi todo cabe en un puñado de años.

            Si encajado en un lustro ese futuro mío alguien me dijera que no, que no es posible alcanzar los cinco y que todo quedará reducido a dos, ¿podría?  ¿Sería capaz de reubicar mis planes, de recortarlos por la mitad? ¿Habría capacidad coherente para preseleccionar y quedarme con lo esencial? Creo que sí. La habría. Pero me costaría elegir entre si allí o más allá, entre cerca o lejos o entre lo importante y lo imprescindible. Eso sí: me dejaría crecer unas uñas largas y afiladas para aferrarme a la vida corta que se me ofrece; desarrollaría un olfato sensato que olisqueara por entre las mejores posibilidades para encontrar la felicidad en el corto plazo. El plazo de un par de años en el que apenas caben dos veranos y un invierno de corto alcance. Posiblemente ya no habría escritura, los viajes serían uno largo o unos cuantos cortos, y las aspiraciones con las que soñé hace tiempo serían humo. Porque no cabe futuro de largo recorrido cuando se exprimen los meses como si fueran limones. Lo que cabe en dos años son las ganas de hacer, no las de imaginar.

            Rizaré el rizo y acortaré el futuro. Ya no hay años, ni cinco ni dos. ¿Qué haría con el proyecto si la vida se me fuera a acortar de nuevo y los dos años se convirtieran en apenas un mes? El tiempo empezaría a ser quizá obstáculo en vez de meta porque no daría para mucho. Porque costaría inventarse huecos durante los días de la semana para entremeter las conversaciones pendientes y dar los abrazos guardados; no habría viajes sino visitas directas, las noches serían cortas y muy soñadas. El recuerdo me pesaría como una losa porque sería mi única carga: de todo lo demás me desprendería, de la inercia, de los razonamientos, de las preguntas sin respuesta, de las respuestas absurdas, del ocio muy elaborado, del pensamiento demasiado profundo. Y vuelvo a creer que sí, que me empaquetaría mi vida en un mes y haría de tripas cortas corazón intenso. Se me empequeñecería la vida pero me demostraría de una puta vez que sí sé priorizar, que puedo –yo y todos – decidir qué es lo superfluo y qué lo único, saber cuánta vida cabe un beso y cuánto miedo en un ‘te quiero’.

             Sí, es lo siguiente.

            Esa pequeña vida aún pudiera reducirse más. Tanto como la que cabe en un día. Veinticuatro horas desde ahora hasta el cierre de puertas. ¿Cómo? ¿Por dónde empezar? Me sentaría frente al mar y pensaría. Pensaría por orden alfabético, por edades, por parentesco, por cercanía; miraría las olas y contaría los segundos que tardan en romper. Contaría los granos de arena que me caben en una uña y volvería a pensar en las palabras con que iniciar una conversación de despedida. Palabras cortas y generosas, sinceras y con significado; robustas para que sostengan el aire. Y así me gustaría llegar a la hora veintitrés, despidiéndome, escogiendo palabras distintas cada vez, personalizando los cariños. Regalaría trozos de mi voz y me dejaría ir convirtiéndome yo mismo en adiós. Me gustaría que la última hora de mi pequeña vida fuera como una petite mort, el orgasmo pleno de un sexo amoroso, un placer explosivo compartido. Irme acompañando a mis palabras. Un teléfono y unas frases de amor. Suficiente para una vida concentrada, para una pequeña vida…

Feliz domingo

MORIR POR DENTRO

                 La escritora Virginia Wolf se suicidó, un día de marzo de 1941, lanzándose al río Ouse próximo a su casa, llenos de piedras los bolsillos del abrigo. Veinte años después, Hemingway se encañonó una escopeta de caza y se metió dos balas por la boca. Alfonsina Storni murió tirándose al mar tranquilo de la media noche desde un dique oscuro. Antes fueron Mariano José de Larra, el pintor Vincent van Gogh, el compositor Robert Schumann y su intento frustrado,… Y tantos otros que, con pistolas o ríos de por medio, conseguían que para mí el suicidio fuera hasta entonces cosa de los libros de historia, de la literatura. Del pasado. La tragedia simple y sórdida que el tiempo acaba convirtiendo en mito, el fin de fiesta con causa entendible (y justificada, a veces) por la que dejarse la vida flotando en un río. Hasta entonces.

            La primera vez que la palabra suicidio salió del papel para transformárseme en realidad, en algo tangible y cercano, yo tenía catorce años. Ella hubiera cumplido dieciséis si no se hubiera arrojado por un patio vecinal aquella tarde de domingo. Imaginando el charco de sangre y su cuerpo roto, la vida ya quieta, se me desmontaron los mitos, las vidas románticas atormentadas y cualquier punto de vista que considerara el suicidio como una forma válida de expresión final –en la adolescencia, no tenemos puntos medios, todo es negro o todo es blanco. Durante mucho tiempo, aquel pasillo de instituto, la puerta de su aula, su nombre que me hacía eco en la cabeza fueron cosas que involuntariamente asocié a una debilidad secreta y en aquel momento incomprensible. La de no saber estar en este mundo, la de sentir que no, que ya no, que el hueco que la vida nos hizo un día se transformó sin saber cómo en un túnel oscuro y demasiado estrecho, asfixiante. Tanto como para sentir que la única huida posible es la que lleva hacia adentro, que ya no hay paciencia para esperar las respuestas ni ganas de ampliar la perspectiva para replantearse las preguntas. La vía rápida que toda muerte significa.

                Fue la primera pero no la única. Desde entonces, más personas, otras circunstancias y diferentes grados de cercanía me han ido aproximando al suicidio de tal manera, que alcanzo a darme cuenta de que tras el drama no hay otra cosa más que una necesidad. Y junto a ella, una decisión. Tan cobarde como un no. Tan valiente como un sí. O al revés. Porque nadie hasta la fecha se ha atrevido a distinguir cuánto de cobardía extrema y cuánto de coraje envalentonado tiene el suicidio. En cualquier caso, afortunada o no, equivocada, irreversible o salvadora, una elección. Como cada una de las muchas que se toman a lo largo de la vida, como las que nos meten en un lodazal sin salida o las que nos encumbran en una nube de gloria y bienestar. Soga, rifle o salto al vacío: solución y tragedia. Causa y consecuencia en la misma proporción.

            Nunca supe de las causas de aquella chica de mi instituto, ni tan siquiera su segundo apellido. Recuerdo sin embargo la música que sonó en su funeral, unas guitarras y sobre ellas alguien que cantaba sobre la vida y la juventud. La vida que ya no era y la juventud que tampoco. Mi consecuencia: seguir teniendo en la memoria casi treinta años después aquella muerte y las guitarras que la acompañaron.

(…)

            Hace unos meses leí el libro de una escritora colombiana a la que un suicidio le quedó demasiado cerca. Me sobrecogieron la claridad y la sencillez con las que contaba cómo su hijo de veintiocho años recién cumplidos se había suicidado lanzándose a la calle desde la quinta planta de un edificio. Cuáles habrían sido sus motivaciones, sus frustraciones, cuáles sus razones, lo que ya no seguiría siendo. Un dolor contenido tan transparente y sincero que me motivó a escribirle unas líneas para mostrarle mi admiración. Piedad Bonnett agradeció mi apoyo con una frase contundente y precisa: “Comprenderás, Rafael, que este es el libro que no habría querido escribir, pero que tuve que escribir”.

            Me pregunto si en esa necesidad estarían contenidas las respuestas que el hijo no pudo darse, las preguntas que no quiso hacerse y que, irremediablemente, se trasladarían a los vivos cercanos, a los familiares más íntimos. A su madre. Me pregunto si Piedad, en algún momento de la vida de su hijo fue consciente de que, a veces, la muerte va gestándose cuerpo adentro sin dar señales, que cuando se cierran los ojos sin vida, ya no había vida que cerrar. Me pregunto si a una madre le queda alguna música que la acompañe o si el hijo se las llevó todas consigo. Me pregunto tantas cosas,… Porque un suicidio, cualquier suicidio, al contrario que la muerte natural, que la accidental, deja más puertas abiertas de las que cierra.

Feliz domingo

RESPUESTAS A (DES)TIEMPO

 

            “Mi hermano me ataranta, le dijo Santiago a Laura, me hace sentirme inferior, tonto, él tiene todas las respuestas de antemano, a mí solo se me ocurren muy tarde cuando todo ya pasó, ¿por qué seré así?”

                 Yo tampoco he tenido nunca las respuestas de antemano. A veces, ni siquiera se me han ocurrido pasados los días, los meses; y si para cuando los años, esa respuesta ha sido muchas veces ya vieja e inservible. Inútil. Sí, es una forma de ser, una forma de estar en el mundo esa que hace andar dos pasos por detrás, no ser nunca los primeros de la clase, no ser de los adelantados que abren camino. Confieso que alguna vez envidié –pérfida y sibilinamente, no conozco otra forma de envidia –a quienes les hierve la punta de la lengua con la frase precisa, con la opinión apabullante que cierra bocas y despierta mentes, esa otra forma de estar en el mundo que es la del pelotón de cabeza. Los de las respuestas a tiempo. Envidiaba no las respuestas mismas, sino esa mezcla de ingenio, de inteligencia despierta y viva que hace poner en funcionamiento las neuronas para que las ocurrencias fluyan.

            Pero no sé en qué momento aquella envidia se me fue transformando en vaga admiración. Ni tampoco cuándo la admiración en indiferencia. Quizá fuera el día en que descubrí que las verdades absolutas no existen y que todo, incluso el tiempo, es, efectivamente, relativo; que una respuesta lenta y meditada puede ser tan valiosa o más que la rápida e ingeniosa y que los pelotones puede ser de cabeza pero también de fusilamiento. Una buena respuesta no puede ser valorada en función de lo que marque un cronómetro sino en función de la verdad que contenga quitada la paja del ingenio y la chispa inmediata.

            Creo –no lo creo, estoy firmemente convencido –que la reflexión y la introspección hace tiempo que dejaron de ser cualidades meritorias para pasar a convertirse en rarezas de otro mundo, lejano y desfasado. Contertulios de plató, políticos de primera fila, de cuarta, listillos de medio pelo o de trenzas dobles, intelectuales consagrados, acróbatas de la lengua y hasta académicos de cualquier cosa, a todos premiamos su rapidez de respuesta independientemente del contenido, del fondo. Velocidad, urgencia y precisión: tanto corres, tanto vales. Incluso algo parecido a la compasión nos invade con aquel pobre que pronuncie despacio, con el que mastica un razonamiento en vez de escupir cualquier cosa. Nos hemos acostumbrado a que los tiempos muertos entre pregunta y respuesta se reduzcan a la mínima expresión. La inmediatez manda; si callas, has perdido la oportunidad de exhibir tu brillantez. Aunque tu respuesta pasado el tiempo pueda salvar o herir en la misma medida que la que fue pronunciada a tiempo, aunque haya más verdad pasados los días que tras unos pocos segundos. Aprieta el cronómetro sin morderte la lengua, levanta la voz y contesta: ¡apunten, listos, fuego            Quizás algún día vuelva el gusto por la reflexión y las respuestas pausadas, el día en que el silencio entre pregunta y respuesta se tome como signo de madurez y no de incapacidad. Incluso que el silencio se considere, a veces, como la mejor de las respuestas. Quizás algún día…

            “(…) Ella le contestó diciéndole que los dos eran muy distintos, Dantón estaba hecho para el mundo de fuera, tú para el mundo interior donde las respuestas, Santiago, no tienen que ser rápidas o graciosas porque lo que cuenta son las preguntas.” (Los Años con Laura Díaz. Carlos Fuentes).

Feliz domingo

SUEÑOS, CONJURAS Y NECIOS

            ‘La Conjura de los Necios’ es una genialidad hecha libro, un libro que leí hace muchos años. Tantos, que no me acordaba del nombre del escritor ni de su triste historia. Ayer, de una forma casual que tiene que ver con el polvo que se acumula en las estanterías y que, en mi caso, quito con la misma frecuencia con la que riego las plantas de la terraza (cactus, básicamente), ese libro volvió a caer en mis manos. Justo cuando por la cabeza me rondaban ideas acerca de los riesgos que conlleva el tener un sueño, del peligro que contienen esas frases que se repiten como mantras en los libros de autoayuda o en las redes sociales; sobre paisajes floreados a veces, sobre la cara blanquinegra de Paulo Coelho otras. Frases como ‘Cuando quieres realmente una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla’ o ‘La posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante’. Y esta otra, no apta para miopes: ‘Nunca desistas de un sueño. Sólo trata de ver las señales que te lleven a él’.

            John Kennedy Toole se suicidó a los 32 años. Sentado en el asiento de su coche, respirando el humo espeso del tubo de escape y sintiéndose, posiblemente, fracasado y frustrado por no ser el escritor con que soñó algún día ni por ver publicado su libro. O el Universo no conspiró lo suficiente, o se confundió de señales. Desgraciadamente, uno u otras lo acabaron metiendo en el coche para sacarlo después con los pies por delante.

            Por supuesto que el caso de Toole es extremo, que quizá él poseyera una flaqueza torpe que le impedía asimilar los imprevistos, que sus traumas infantiles, el exceso de alcohol o una sexualidad reprimida formaran parte de ese universo cruel que aspiró junto al monóxido de carbono. Pero su ejemplo es ilustrativo, en parte, para entender el doble filo que supone a veces un sueño creado con demasiado ímpetu o pocas dosis de realidad. Porque lo malo no es tener sueños; yo los tengo, muchos. El error, creo, está en las medidas y en el exceso de confianza. No atinar con la talla nos puede meter en proezas que nos queden demasiado grandes: de tanto que nos arrastre el ropaje podemos acabar pisándolo y dándonos de bruces contra el suelo. Y luego, casi siempre, está el UniversoDios para los creyentes –al que le confiamos sin pudor alguno y con alegría que solucione lo que se nos descontrola. Que conspire para resolver nuestra incapacidad, vaya.

            Tener un sueño es gratis, sí, pero cumplirlo, no. Nada más lejos. Ocupa espacio, tiempo, energía. Desgasta tanto como la necesidad que te lleva a fabricarte nuevas metas conforme se van cumpliendo unas –en el mejor de los casos – y frustrándose otras – casi siempre –. Y no hay nada más peligroso que la falta de recompensa para el exceso de esfuerzo. Creo que deberíamos prestar más atención al tamaño y a las proporciones, encajarnos en posibilidades coherentes y dedicar un poco de ese esfuerzo a adecuar las aptitudes a las circunstancias. Desde mi modesta opinión de soñador empedernido, no puedo evitar pensar en esas frases que pretenden sentar cátedra y a veces, lo que acaban sentando son personas con sueños rotos con las manos al volante. No son frases asesinas pero sí sentencias engañosas que en boca de gurús superventas parecen dogmas de fe. Ni todo es posible, ni la vida es más rosa por fabricarse cualquier sueño.

 

            ‘La Conjura de los Necios’ se acabó publicando en 1980, cuando John Kennedy Toole llevaba once años enterrado. Se había cumplido su sueño. Y de forma grandiosa, con premio Pulitzer incluido, reconocimientos por todo el mundo y críticas entusiastas. La consagración póstuma de un escritor que, junto con su libro, se acabó convirtiendo en mito. Y aquí tampoco hubo Dioses del Olimpo ni Universos confabulados para elevar a los altares al autor y su obra. Hubo un trabajo inmenso por parte de Tool y una madre abnegada, que luchó durante años contra viento y marea para ver publicado el libro del hijo muerto. Talento, el de él. Constancia, la de la madre.

 

Feliz domingo

CASTEDO, MON AMOUR

          Tengo dando vueltas por mi cabeza una imagen y una frase. A la imagen no le hacen falta palabras ni titulares. A lo que se describe por sí mismo, cualquier comentario a pie de página, cualquier aclaración por escueta que esta fuera le rompería el encanto. Aunque el encanto sea esperpéntico: también lo grotesco tiene ese punto hipnótico que nos atrae y nos encandila. Por otro lado, la frase no admite imágenes. Ni siquiera requiere de referencias que la contextualicen, aunque yo se las añada. Es una frase contundente, inspiradora, incitadora. Casi tanto como la imagen. Ahora bien, lo que cada una provoca es tan opuesto como la noche al día o el vinagre a un buen champagne francés.

            La contundencia de ambas no deja resquicios a la interpretación. Lo que es lo que es. Lo que se ve, es lo que se ve.

            La imagen. La mañana del pasado viernes, la ex alcaldesa alicantina, imputada en casos de corrupción, era recibida a las puertas de los juzgados con pétalos de rosas a los pies. Alguien le entrega también un ramo de flores que ella recoge, abrumada y casi con un punto de vergüenza (no sé si propia o ajena). Los periodistas tratan de recoger sus impresiones mientras los flashes disparan a una mujer sonriente, complacida ya, frente a un ramo ostentoso. Flores grandes y sonrisas anchas. Esta es la descripción. Le cabrían opiniones y matices, que si los que entregan las flores más que admiradores pudieran ser beneficiarios de alguna corruptela, que si a grandes actrices, grandes recibimientos, que si la justicia es una fiesta y los imputados, políticos o no, merecen homenajes cuando se encuentran con ella,… No obstante, puesto que se desconocen los porqués y los argumentos de cada cual, cualquier deducción que se haga es inconsistente, vaga e imprecisa. Pero las flores son las flores. Y las imputaciones son las imputaciones. No hay en eso segundas vueltas ni cristales de colores.

             El mismo viernes, por la noche. ‘La cultura es un arma, para los que nos escuchan y para nosotros (los músicos)’, dijo William Christie en el concierto de inauguración de la nueva Philarmonie de París. Ante las 2.400 personas que abarrotaban la monumental sala, el director de orquesta francés ofreció un emotivo concierto con un programa de música barroca, magistral. Cultura y arte como herramienta frente a la adversidad, batuta y violines como cañones y escudos combatiendo la estupidez y la estulticia. La ajena y también la propia. No está mal como planteamiento: que el conocimiento, en cualquiera de sus formas y manifestaciones nos ampare y fortalezca cuando nos vengan mal dadas. La cultura como explicación y refugio, como entendimiento, una base sobre la que cimentarlo todo. TODO. Desde la libertad de expresión hasta el futuro que nos haya de sacar de un presente poco agraciado. Un arma poderosa, sí.

            ¿Qué relación tienen imagen y frase? ¿Qué punto de unión puede establecerse entre las motivaciones de quien entrega un ramo de flores a un político imputado y quien lo hace a un músico francés tras un concierto sublime y amparado por una frase inteligente y afilada? ¿Se puede interpretar el agasajo a la corrupción como una forma de cultura que de tan refinadísima no entienda ni Dios? ¿Es ese gesto de echar pétalos a los pies del presunto corrupto una forma de expresión, libre, y por tanto defendible?

            Lo siento, no he llegado a ninguna conclusión. De verdad que lo he intentado. He tratado de encontrar un hilo conductor con qué enhebrar las dos cosas pero, o la aguja es demasiado estrecha o el hilo demasiado gordo. Será, quizá, que no hay manera de encajar sentimientos nobles con la desfachatez. Será.

 

Feliz domingo

GRACIETAS MAL ENTENDIDAS

            La semana pasada tenía casi media columna escrita. Cuando llevaba apenas veinte líneas, la tuve que mandar a la papelera de reciclaje. La información, la intención y hasta la opinión con las que me manejaba se quedaban desfasadas conforme iba escribiendo. La actualidad es un concepto estrecho al que le caben pocos márgenes: lo que ahora es noticia e indignación, mañana será pasado y chiste, lo que el bombazo informativo de ayer, vago y desdibujado recuerdo hoy. La información acaba siendo pasto de la velocidad con que se produce.

            Creo que no hay mente humana capaz de leer/escuchar noticias y realizar con todas ellas un proceso coherente de análisis, interpretación y razonamiento correctos. Y no porque no haya capacidad, sino porque lo que no hay es tiempo. Porque no hemos acabado de sorprendernos del todo con el último despropósito de no sé quién, cuando ya estamos viendo una catástrofe no sé dónde o un inesperado desfalco de no sé cuánto. Esa actualidad mandona va superponiendo las noticias una encima de la otra, sin orden ni concierto, solapando la consecuencia de una con la causa de la siguiente, enmarañando las opiniones y entrampándonos en el espejismo de creer que estamos informados al detalle. Nada más lejos de la realidad. Sólo nos hemos quedado con el titular, no retenemos datos ni leemos las entrelíneas, no hay ganas de perder el tiempo por la información completa ni de ahondar en las segundas vueltas. Nuestro cerebro hace ‘click’, y ya estamos pasando de página, a lo nuevo, a lo recién llovido. Y esto, claro, tiene sus consecuencias. Las opiniones que un titular puede inspirar son muchas veces parciales, imprecisas y en los casos en que la mano/lengua vuela demasiado rápido, inconsistentes. Pero todo son opiniones al fin y al cabo.

            Alguna vez he hablado de la expresión de libertad, del respeto que nos deberían merecer casi todas las ideas (y digo casi, porque hay insultos que se disfrazan de opinión), al margen de que las nuestras puedan estar a años luz de aquéllas. Tendríamos que procurar –y a veces, conseguir – aportar nuestra visión o punto de vista sin ofender y respetando la discrepancia, la educación por encima del exabrupto, aunque no sean tiempos fáciles para la conciliación de ideas ni la confrontación de partes opuestas.

         Ahora bien, igual que hay dedos ágiles que teclean veloces sobre el teclado, hay mentes demasiado despiertas –o muy lentas, no lo sé –a las que les cuesta distinguir entre la opinión, atinada o no, y la gracieta o el chiste fácil. Son dos cosas muy distintas y cada una merece, por tanto, una atención igualmente diferente.

            Los que se escandalizan cuando de una noticia importante y relevante se hace la viñeta y la caricatura, olvidan quizá que hay una buena parte de la sociedad a la que aún le cabe capacidad de indignación. Aun a pesar de tener las tragaderas apunto del desbordamiento, aun a pesar de que la paciencia ya apenas si les llega a la punta del meñique. Yo, en según qué temas, estoy dentro del enjambre de indignados y sé por voz propia –la mía –que el humor a veces es la única vía de escape. De ahí al insulto, estoy convencido, hay un saltito muy pequeño y a veces malamente contenido. Y esa es la única contención a la que deberíamos prestar atención, no dejar que el desahogo fuera tan libre como para faltar el respeto al otro. Porque no deberíamos olvidar que lo que nosotros vemos como ‘noticia’ sentados en un sofá es, allá dónde se produce, un hecho concreto, palpable y sufrido en primeras personas. Salvada esa línea, para mí infranqueable, de la empatía con el drama ajeno, bienvenido sea el humor, la gracieta y las tres vueltas de rosca a un día a día que se nos pone muchas veces cuesta arriba.

           Que la realidad nos mande el orden y el contenido, que la actualidad nos disponga la velocidad de acción y reacción y las prisas en dar la opinión. Pero que nadie ni nada nos quite el desahogo ni atente contra la parodia chistosa. Malamente veo yo al que se irrita ante la caricatura de un político o frente a una bandera vuelta del revés. Que se lo haga mirar: las miras estrechas oprimen y pueden llegar a ahogar.

            Yo, por mi parte, defiendo esa segunda realidad que nos fabricamos no para esconder la primera, sino para encauzar la mala leche. Sin las risas tras la indignación, estaríamos perdidos. Del todo.

Feliz domingo.

APLAUSOS, APLAUSOS

 

            La semana pasada fui a un mitin político. Sí, yo, el mismo que dijo hace poco que no le gustaba la política, el mismo que huye de los discursos como del sol manchego en agosto. Así soy, contradictorio como todo buen ser humano, paradójico como un labrador vendimiando con tacones. Me gusta alimentar mis incoherencias y tenerlas bien dispuestas, rebosantes de salud y pasadas de carnes. No hay mejor manera de ser uno mismo que aplicarse aquello del ‘donde dije digo, digo… no sé qué’.

            Pero tranquilos que no voy a entrar en debates ideológicos ni en resúmenes panfletarios. Eso, para los expertos, para los que manejen bien sus ideas y las tengan ordenadas por orden alfabético, fáciles de encontrar y de exponer; para los que gustan de exhibir sus banderas y airearlas de vez en cuando. Las mías, pobres, las tengo hechas un asco, atrofiadas de no sacarlas a pasear. Pero no, esto no va de idearios. Nada más lejos de mi intención. Hoy, mi propósito es intentar averiguar por qué nos gusta tanto aplaudir.

            ‘España va mal…’. Aplausos. ‘España va muy mal,…’. Aplausos. ‘España va bien, se crea empleo y…’. Aplausos. ‘Nos roban los de siempre,…’. Aplausos. ‘Fuera los corruptos de la casta,…’. Aplausos. ‘Cuidado con los bolivarianos que nos quieren gobernar,…’. Aplausos. Aplausos. Aplausos. Sí, hable quien hable, diga lo que diga, se dirija a quien se dirija, el que tiene la palabra frente a un micrófono nunca puede acabar las frases. Hay en los mítines una especie de exaltación colectiva que hace que la gente se arranque en aplausos a la menor provocación. A veces, incluso sin provocar. ‘Hoy he venido aquí a hablar de…’. Aplausos. Hay más pasión contenida que en el patio de butacas de un concierto de la Pantoja. Y cuidado que es contagioso, que tú entras allí  virgen de ideas, tranquilo, dispuesto a escuchar, a contrastar, y acabas a un pelo de arrancarte por bulerías, tanto aplauso ‘acompasao’ y tanto sentimiento ante el micro. Y no hablo del concierto de la tonadillera.

            No sé qué se nos mueve por dentro o qué no, si es que va uno predispuesto al jolgorio y la jarana y le digan lo que le digan se celebra como una paga doble, o si es que se palmotean las manos por empatía, como ocurre con el bostezo. En cualquier caso, y al margen de la motivación de cada cual, el aplauso en un mitin político resulta, cuanto menos, extraño. Sobrecogedor, a veces. Dejo para otro día el análisis de la ovación cerrada final. Esa apoteosis que clausura el acto, todos en pie, silbidos, aplausos, halagos del tipo ‘queremos un hijo tuyo’, es algo que inquieta, y no sólo por imaginarse procreando al mostrenco que haya en el estrado, que también. Hay euforias entendibles, pasiones intensas que levantan el ánimo y sirven para pasar un par de buenos ratos. Pero a otras, habría que ponerles mojones que acotaran, que lo de desear descendencia de según quién es para hacérselo mirar.

            No consigo llegar a ninguna conclusión clara ni soy capaz de posicionarme a favor o en contra. Creo que con esto de los mítines ocurre lo mismo que con las religiones, que muchos se encomiendan ciegamente al cura o imán que les habla sin haber leído ni la Biblia ni el Corán. Y eso, por desgracia, crea fanatismos… Pero esto ya es meterme por otros derroteros que se adentran en bosques más espesos de los que hoy no me apetece hablar. Los bosques oscuros los dejo para el invierno, hoy, aquí, aún es otoño.

            Y hablando de estaciones, para la próxima primavera, habrá más mítines que ortigas en el campo. Escoged el partido con el que tengáis alguna sintonía –sí, es difícil, lo sé –buscad su calendario y pegaos un garbeo bajo sus micros. Cuando salgáis del mitin, vuestra vida volverá a ser igual de gris y monótona pero durante la charla, habréis dado palmas hasta con las orejas y habréis deseado meteros en la cama con los que hablaban, como poco, cien veces. Una por cada ‘España va…’.

 

Feliz domingo.

EXPRESIÓN DE LIBERTAD

            ¿O era libertad de expresión? Nunca he tenido demasiado claro el orden. Y el concepto, cada vez menos.

            El artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ese que dice aquello tan rimbombante y grandilocuente de todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión, hace tiempo que entró en el limbo de las causas nobles. Y perdidas. En unos sitios más que en otros. Por lo visto, la igualdad es un rasero ambiguo que según quién lo maneje, barre más para un lado que para otro.

            España ocupa, aproximadamente, el puesto número 34 del total de países del mundo en cuanto a la ‘calidad’ de su libertad de expresión. Esto, según quién lo interprete, se puede considerar de manera positiva o de manera negativa. A algunos les puede parecer una posición alta teniendo en cuenta que en el mundo hay 194 países; un buen ranking, vaya. Para otros –y me voy a tomar la libertad de incluirme en este grupo – que se esté por detrás de 33 naciones de todo el mundo, a la cola de los países democráticos, pues qué te digo yo… que no parece ser una cosa especialmente saludable. Es casi como para echarse a temblar.

            Vivimos en la era del descoloque y la confusión, en años de mala leche y crispación en donde a todo le caben vueltas, debates, giros y retortijones. Creo, que muchos tienen –o tenemos –razones y argumentos suficientes para expresar la indignación o el descontento con palabras o con pancartas, en columnas o a voz en grito. Deberíamos tener ese derecho reconocido de expresar y difundir la opinión por donde nos diera la gana sin temor a la represión o al contraataque. Pero lo que pasa – ¡ay!, querida España, coqueta y pizpireta tú, que no te gusta que te saquen los colores ni te bailen los de abajo sin haberlo tú consentido; ¡pillina!, que prefieres que, como borregos, agachemos la cabeza y no digamos ni esta boca es mía – es que se nos está empezando a mirar con lupa de mil aumentos las comas, los peros, los giros y no te digo ya las palabras o las ideas. Se centrifuga todo por un escáner última generación en busca del sentido y la intencionalidad con tal ansia, que no van a quedar opiniones que llevarse a la boca ni visiones periféricas con que mirar a los que nos cambian leyes a golpe de decreto. Como siga así la cosa, la libertad de expresión se va a convertir en una utopía que no habrá Declaraciones Universales que la rescaten del pozo oscuro en el que acabará cayendo.

            Que quizá soy un exagerado, puede ser. Que no será para tanto, también. Pero para mí, la noticia que ha motivado estas líneas (junto con algunas otras, todas recientes) me toca una sensibilidad que hace poco he empezado a reivindicar. Y es que, mezclar presentaciones de libros con ministerios y embajadas, en otros países puede ser un buen argumento de novela negra pero en España, el tufo a irracionalidad flota por encima de cualquier tinte literario. Un escritor español apunto de presentar su libro en el Instituto Cervantes de Utrecht ha visto cancelada su presentación. Así, de un día para otro y sin mediar explicación alguna. El Ministerio de Asuntos Exteriores, por lo visto, ha considerado que no era el momento adecuado para que se presentara un libro sobre la Cataluña… ¡del siglo XVIII!  Al margen de lo que el libro cuente o narre, que no voy a ser yo quien entre en debates independentistas que ni me van ni me vienen, ni si dice verdades enteras o en mitades, la cuestión –importante –es otra: se acalla lo que incomoda, ni más ni menos. Y eso debería ser tomado como un puñetazo a la democracia, esa de la que tanto se presume cuando se trata de hacer ruido y tanto se pisotea cuando conviene.

            A los holandeses –por cierto, en las primeras posiciones de ese ranking de libertades de expresión – se les debe haber descompuesto el cuerpo: teniendo buenas playas y alcohol barato como tenemos, solo nos faltaba una migajilla de censura para  que  de reino, pasemos a república bananera…

            Pues eso, que viva la libertad de expresión. ¿O era expresión de libertad?

 

Feliz domingo.

¿Y A TI?

 

            Nunca me ha gustado la política, ni los colores que la definen, ni sus siglas que –dicen– amparan ideales. No me gustan los señores que actúan según dictan otros ni las señoras con traje de chaqueta que, para las desgracias, solo tienen palabras. No me gustan las juventudes que, sin madurar del todo, ya peinan canas ideológicas. No, no me gusta. No me gusta la política. Nunca me he sentido identificado con poderes locales, sindicales, nacionales o comunitarios, nunca he querido el cobijo de las frases hechas ni los razonamientos obtusos.

            Nunca he estado afiliado a nada, ni a líneas de actuación, ni a slogans financieros, ni a partidos que hoy barren hacia la calle y mañana esconden la mierda tras las cortinas. No me gustan los debates en los que unos denuncian lo que otros celebran, ni tampoco aquellos en los que los otros insultan lo que los unos alaban. Ni todo es blanco, ni todo es negro. No me gustan los brochazos monocromos. No me gustan las corbatas cuando las usan según quién, no me gustan los maletines cuando los llevan según quién, no me gusta la palabra cuando es tomada para mentir o para esconder la verdad, no me gusta lo que no me gusta. No me gustan las camisas de manga larga remangadas en agosto, no me gustan las reuniones en hoteles de veinte estrellas para departir sobre la miseria, no me gustan los correveidiles que salen de despachos azules y se sientan en butacas verdes, rosas. Incluso rojas. No me gustan las melenas demasiado recompuestas, no me gustan las barbas canas que rodean bocas que no saben vocalizar, no me gustan los teleñecos que hablan sin voz propia. No me gustan los gobiernos que desgobiernan, ni los que dictan recetas en la distancia sin haber metido mano al paciente, sin sobar de cabo a rabo su cuerpo y su dolor. No me gusta.

            No me gusta que un actor critique a quien le ha criticado por criticar a un partido que, a su vez, había criticado a otro el cual venía criticando a todos por criticarlo a él. No me gustan las críticas que critican lo criticado y que, además, no aportan nada constructivo. No me gustan los bucles infinitos. No me gustan los conciliábulos de la derecha, ni los de la izquierda, ni los del centro, ni los de arriba ni los de abajo, ni de los nuevos ni de los viejos; no me gustan los aquelarres de brujas con micrófono en los que en vez de vírgenes se sacrifican sectores de población. No me gustan los sacrificios dictados por unos y sufridos por otros. No me gustan los ministros. Ni las menestras, aun con jamón. No me gustan las carteras ministeriales, no me gusta que quien ayer decidía sobre hospitales y medicamentos, hoy decida sobre puentes y ferrocarriles. No me gusta romperme una pierna y que me la escayolen con restos de hormigón. No me gusta que un tren descarrile y se quiera escurrir el bulto repartiendo analgésicos. No me gusta.

            Por no gustarme, no me gusta ni el tiempo que pierdo desgranando mis malquerencias. No me gusta que algo o alguien me hagan perder el tiempo, no me gusta que el tiempo me lo controlen, es mío y solo mío. No soporto los relojes eternos que nunca dan la hora que esperas, los noticiarios que nunca atinan con la noticia que quieres, ni las manchas oscuras sobre inocente fondo blanco. No me gustan las lacras sociales, ni las penas negras. No me gusta que la vida se me gobierne desde afuera, no me gustan las vidas hipotecadas. Me gustan las personas poetizadas. Me gusta que no me guste según qué. Me gusta poder decirlo. Me gusta.

Me gusta.

Feliz domingo.

CUMPLE QUE TE CUMPLE

 

            A mi me parió mi madre un viernes soleado del mes de agosto. Según cuentan, me presenté diciendo: ‘señores, aquí estoy yo, que ya he nacido y vengo pa quedarme’.  Acto seguido, rompí a llorar y no dejé de hacerlo hasta los tres años. Flojo y sentimental que es uno. Un porrón de años después, aquí sigo estando, cumpliendo veranos como quien cumple primaveras, y filosofando acerca de esa macabra fascinación por celebrar el cumpleaños. Ese día en que a una madre la partieron en dos los dolores y a nosotros se nos recuerda que la cuenta atrás es inexorable…

            Y es que salimos del útero de la madre berreando, sanguinolentos y resbaladizos, buscando un cobijo en donde acurrucarnos. Pero lo que encontramos es la hostia del médico que nos avisa de lo que nos espera en este mundo… Vamos creciendo queriendo ser mayores, soñamos con la adultez como si fuera el paraíso en donde todo se nos va a permitir, en donde vamos a ser libres e independientes. Vemos durante la pubertad que la solución a nuestros problemas pasa por cumplir más años, que a los 25 no habrá más granos ni sudoraciones a destiempo, que tendremos más sexo y mejor (que lo tendremos, vaya) y que la vida se nos postrará a nuestros olorosos pies. Pero para cuando llegas, te das con un canto en los dientes si los granos ya no pueblan tu cara grasienta y los pies han conseguido difuminar el aroma de buen cabrales. Y sigues con la vida, sigues con tus años. Los vas cumpliendo en orden, en fila india, uno tras otro, 33, 34, 35…  ¡Oye, que la vida es muy perra y no se salta ni uno!

            Y así hasta que sin habértelo propuesto, sin casi haberlo soñado (las ilusiones del querer ser se pierden a los 27, junto con la virginidad, en algunos casos tardíos) has alcanzado los 40. Es ésta una edad difícil, como una adolescencia tonta que te pilla con menos pelo y con las carnes más fofas. Pero aquí, sin embargo, en esta inflexión de la vida en la que el camino andado ocupa lo mismo que el que queda por andar, a algunos, se nos resetea un no sé qué por dentro. Se nos abren puertas que nosotros mismos nos teníamos cerradas –más por desidia que por convicción –y damos paso a alegrías olvidadas; hasta parece que respiramos vapores que nos emporran gratamente el entendimiento. Lejos de amilanarnos frente al espejo, que si más arrugas, que si menos bríos, lo que nos entra es una ansiedad por querer hacer, por querer decir,… por no estarse quieto varando barcas: subirse a una y meterse en mares con olas como montañas. De eso entran ganas, de comerse el mundo –el barrio, si es modesta la ambición –a puñados prietos y rebosantes, de reinventarse, de sacarse de la chistera nuevas visiones para los mismos entuertos. De meterse entre pecho y espalda aquellas posibilidades que, a los veintitrés se nos antojaban remotas y ahora, mira tú por dónde, las vemos al alcance de los dedetes. La vida se empieza a afrontar con una nueva perspectiva. Ya no es un ‘tenerlo todo por delante’, sino un ‘el tiempo se me echa encima’. La cuenta atrás. La cima de la montaña a mitad del camino. Tras ella, la bajada que, antes o después, se acelerará irremediablemente. Porque no nos engañemos: somos mortales. Nacimos un día y moriremos otro (la inmortalidad es patrimonio de los elfos y con ellos en común, poco más allá –y sólo en algunos casos –de unas orejas picudas y colganderas).

            No hay en esa idea de la cuenta atrás ningún pesimismo desmoralizador, ninguna visión negra y derrotista de la vida. Todo lo contrario: es un optimismo práctico. Para mí, para alguien que hoy estrena contento los 41, es, sencillamente, un incentivo, una colleja bien dada que me dice: “pa’ lante, que pa luego es tarde”. Pero, ¡ojo!, que optimista no es sinónimo de imbécil. No podemos obviar que a nuestras ganas, a nuestros nuevos impulsos se van sumando los zarpazos y los esquemas rotos con que la vida, jueputa –que dirían los ecuatorianos –, nos irá poniendo a prueba. Con lo que se nos lleve o con los que nos quiera dejar, con todo, tendremos que seguir lidiando.

            Pudiera parecer que existe una pequeña maldad escondida en esto de felicitarse los cumpleaños, una maldad discreta, inapreciable. Pero sobre todo inconsciente, como el buenos días aunque no lo sean o el qué tal del que nos importa poco la respuesta. Una perversioncita social de nada con la que indicamos al que felicitamos que ya le queda menos por delante. Y, efectivamente, a cada año, queda menos. Pero a mí, que me caigan felicitaciones, besos y abrazos porque menos no significa peor, todo lo contrario. Menos es más. Y mejor, y más intenso… Sé que con cada cumpleaños me voy a seguir poniendo nervioso, y me voy a crear ansiedades descontroladas y festivaleras. Porque seguiré queriendo hacer tanto, queriendo decir tanto…

 

Feliz domingo