Decía la escritora cubana Dulce María Loynaz que desde que nacemos estamos amando y perdiendo algo, que vivir es –precisamente– aprender a perder. Llegamos vírgenes e ignorantes al mundo, libres de pasión y afectos; asomamos la cabeza por el útero materno desconociendo que ya desde ese momento estamos dejando algo atrás, la soledad tranquila de nuestro líquido amniótico, la seguridad de un búnker de piel y sangre. Pero es sólo el principio.
Se van perdiendo demasiadas cosas a lo largo de la vida. Se nos va la juventud, las horas buenas, los amores y la vitalidad; perdemos seres queridos, tiempos de noviazgo e incluso libertades. Volveremos a conquistar algunas de esas cosas, pero nunca serán las mismas: la salud será siempre incompleta y los nuevos amores cansados. Cumplir años es ensanchar el agujero del saco que cargamos sobre los hombros, todo se va colando por él sin que nos demos cuenta. A nuestras espaldas, las defecaciones que de la vida tragada hemos ido digiriendo; por delante, ese peso muerto que es la pérdida y que nadie nos ha enseñado a gestionar. Nos lastra y nos retiene el paso y, sin embargo, jodidos, tenemos que seguir viviendo para aprender. ¿Aprender qué, cuánto, hasta dónde?
No hay escuelas, no hay centros de formación ni aulas a las que acudir en busca de pautas con que afrontar las frustraciones, las muertes o lo que se nos vaya quitando. No hay nadie que nos enseñe a administrar esa vida llena de derrotas. Sí, derrotas, porque saber que la vida es un camino lleno de trampas es llevar parte del trabajo adelantado; esquivar un hoyo es meter el pie en el siguiente.
Somos, por lo general, confiados y casi ilusos. Pensamos que asumiremos los fracasos con entereza o que la tragedia apenas si nos rozará; incluso, a veces, pecamos de un burdo exceso de optimismo creyendo que ni la muerte, que ni una enfermedad nos comerá el terreno. Que ni los cariños que en un momento dado corretean a nuestro lado nos darán jamás la espalda. Pero sí, la vida es puta e ingrata. Desconsiderada. Nos quiebra de repente con varapalos que no merecemos y para los que no estamos preparados; nos quita la base sobre la que caminábamos confiados y pone a nuestros pies tablas nuevas que pisar. ¿Será esa madera recién barnizada –con clavos y astillas renovados, eso siempre– sobre la que tengamos que aprender a mantener nuevos equilibrios? Posiblemente, pero no hay quién tenga la certeza. A veces, ni siquiera somos conscientes de la pérdida. Nos lamentamos por aquello que dejó de servirnos y no reparamos en la trascendencia que tiene, por ejemplo, perder la inocencia o dejar escapar una ilusión. Lloramos equivocadamente, en exceso unas veces, por defecto otras. Siempre errando el tiro, la escopeta llena de cartuchos y los dedos temblorosos… Y siendo incapaces de distinguir qué es pérdida o qué ausencia temporal, ¿cómo dar atinadamente con la forma de actuar? Ni a mil universidades que fuera uno sabría qué hacer frente a la derrota o la pena que significa casi toda pérdida.
Pero quizá sea bueno no tener nunca a mano la herramienta necesaria. Ese rebuscarnos en las entrañas hasta encontrar una respuesta a la desgracia será el aprendizaje más completo. Porque cada asunto que se nos quiebra requiere de un tratamiento diferente, de una soldadura con nuevos materiales cada vez. La inseguridad, como síntoma más reconocible de la pérdida, es también el revulsivo que nos dará nuestra propia talla, si valientes para vivir apartando la broza a machetazos, si acobardados escondidos en los matorrales del camino.
Estaba en lo cierto Loynaz. Ella, en su longeva vida de casi 95 años, tuvo también que afrontar sus tragedias y sobreponerse a ellas. Vivir es aprender a perder. Y a llorar. Y a subirse en nuevos trenes. Y a reírse de nuevo a carcajadas. Vivir es no saber nunca con qué pie empezar el movimiento por las mañanas.
FELIZ DOMINGO